Lo que vi en una cena de amigos.

Con una verdad incómoda que no se pone sobre la mesa.

Arranco con esto:

Estábamos cenando con mi grupo de amigos. 
Éramos diez. 
De esos diez, ocho están en pareja, un soltero y yo. 

Y ahí, entre copa y copa, me cayó la ficha.

Esos ocho amigos pudieron construir las carreras que tienen —emprendedores, empresarios, desde el banking, la industria, la estética a la política— porque tuvieron una gran compañera al lado.

Una que sostuvo el hogar. 
Una que tomó las riendas de la empresa conyugal. 
Las que se hicieron cargo de los niños. 
De las logísticas. De las corridas. De los días en los que todo se complica.

Esos días –que en realidad son noches interminables– en los que urge salir de madrugada, 
sacando al que está dormido y dejarlo en el auto para volver a subir a buscar al que quedó en la cuna porque no tenés con quién dejarlos. 
De las urgencias a la guardia cuando no baja la fiebre, 
39 grados y medio, 
paños fríos en la frente, 
el miedo en el pecho. 
Y todo eso… completamente solo.

Mucho se habla del propósito de vida. 
Y el propósito de vida, en general, es sostener el ambiente que el momento presente pone frente a tus narices.

No lo llamaré encorsetamiento profesional, porque en mi caso y durante un buen puñado de años, mi propósito de vida fue preparar mamaderas de madrugada, cambiar pañales y todo eso mientras sostenía el proceso de la enfermedad de mi mujer. Ah, y haciendo malabares con trabajos que cuadren con una agenda tan rara como limitada.

Mi bebé de madrugada… 
cuando se despertaba reclamando su dosis de mamadera, 
no decía “mamá”. Decía “papá”. 
Porque él se acostumbró que el que llevaba la mamadera todas las madrugadas, era su padre. 
Porque su madre —él no lo sabía— estaba postrada, con rescate de morfina, 
sin poder moverse por el dolor. 
El que él veía… era su padre.

Y después, armando una vida nueva cuando ella partió. 
Coordinando trabajos y agendas a los horarios escolares, 
a los entrenamientos de fútbol, las clases de inglés, de tenis, 
a las mochilas, bocatas y meriendas. Para luego pasar por el super, ir a bañarlos, preparar la cena, etc etc, etc. 

Y todos los etc. que el grueso de los hombres (o mujeres que reciben ayuda de personas o familiares) ni siquiera son conscientes de lo que implica gestionar y sostener la rutina diaria.

Y mientras los escuchaba, entendí que si a ellos les sacás a la mujer que tienen al lado, la rueda no gira igual.

Como también te diré una cosa:

Mira;

Un hombre puede llegar muy lejos, pero sólo si hay alguien que sostiene lo invisible mientras él avanza. 
No escapa mi padre, hermano, cuñado, el grueso de mis amigos y cuanto hombre te cruces en el mundo de los negocios.

Tengo un amigo que viaja por el mundo en su rol profesional. 
Otro que se dedica a la política mientras su mujer cuida a sus hijos y tomó las riendas de la empresa. 
Otro que vive saltando de reunión en reunión, sin preocuparse por quién busca a los chicos.

Y no es juicio. Es realidad.

Porque cuando falta la compañera, como fue mi realidad (elegida conscientemente) sumado a estar en otro país donde no hay familiar alguno, recién ahí podrás comprender lo que de verdad estaba haciendo posible que esa rueda siga girando.

Y claro que hay mujeres que tienen una carrera brillante y un hombre que acompaña. 
Esto no va de géneros, va de roles. 
Pero me llamó la atención esa noche, en ese grupo de amigos, la misma constante: 
una compañera guerrera, amorosa, presente, valiente. 
Sosteniendo todo lo que no se ve.

Si fueras mi cliente, te diría esto;


No des por hecho a quien sostiene tu vida sin figurar en LinkedIn. 
Porque el día que no esté, vas a entender cuánto hacía falta.

Moraleja:

Hay una fuerza invisible que sostiene el mundo: el amor silencioso de quien está ahí todos los días. 
Y no sale en las fotos. 
Pero sin eso, no hay foto.